Este relato, publicado en la web de la "ASOCIACIÓN VASCA DE CAPITANES, PATRONES Y NAVEGANTES" (Itsasamezten), refleja casos reales, con humor y sacando consecuencias positivas.
UN WESTERLY (*), TRES TRIPULANTES Y DOCE ERRORES DE UN NAVEGANTE |
(*) Nota.-Es un barco tipo crucero a vela. Se construían, con gran calidad, en la zona de Southampton (R.U.), desde los años 1930 hasta finales de ese siglo XX
Volvía de Gijón en un barco de 30 pies, con una tripulación de conveniencia:
Era el primer lunes de agosto; habíamos salido tarde,
avanzada la mañana, a eso de las 12:30, debido a la gestión de compra una
batería por la mañana y de despedir a la tripulación que me había acompañado
durante la regata. No quería arriesgarme a que me fallara la batería y dado que
no tenía coche en Gijón tuve que dedicar bastante tiempo en acercarme a la
náutica donde me vendieron una batería de 90 AH. El retraso me supuso no tener
el barco preparado para cuando llegara la tripulación que me iba a acompañar y
ya tuve que escuchar el primer reproche o comentario incomodador. Mal comienzo
para una travesía; empiezo a comprender ciertas supersticiones de marineros.
El día era bueno, con algo de lluvia y viento flojo
del noroeste, lo que favorecía un poco la navegación, aunque también había una
ola de 2 metros, con mar de fondo del norte, que la hacía relativamente
incómoda.
Perdón, no os he hablado de los tripulantes que me
acompañaban:
Antonio, que si bien no tiene un título oficial
náutico, podemos afirmar que tiene algo de experiencia, al haber navegado en
tres veleros diferentes y con otras tripulaciones a lo largo de su vida
marinera; Paquita, la novia de Antonio, quien ha realizado navegación a motor
en el barco de su padre y, ya por último, Lucifer, una mezcla de perro de aguas
y terrier.
Había quedado con el patrón de otro barco en vernos en
Ribadesella para que nos ayudara con el amarre y/o dejarnos sitio en la zona
del pantalán de cortesía. Nos llevó la travesía hasta Ribadesella 5 horas
aproximadamente y, entre la ola de más de 2 metros, el perrito Lucifer que no
estaba acostumbrado a tanto tiempo en un barco, ni a tanto meneíto (imagino que
Paquita y Antonio, tampoco), la llegada a Ribadesella fue como una tabla de
salvación.
La marea estaba bajando y había que tener cuidado al
entrar por la ría. La primera parte no tuvo ningún problema, ya habíamos dejado
atrás las olas y nos sentíamos más relajados (PRIMER ERROR). Como yo llevé todo
el peso de la navegación, no miré las cartas (SEGUNDO ERROR). Tampoco tenía un
portulano a bordo (TERCER ERROR), pero al haberme informado con varios
armadores y patrones expertos, iba confiado. Demasiado confiado. Tanto que, ya
acercándonos a los pantalanes, no me fijé en las señales (CUARTO ERROR) y,
aunque iba bastante despacio, me aproximé por donde no debía y tocamos fondo,
un poco. Rápidamente puse marcha atrás y me largué de allí. En ese momento,
entendí las señas que nos hacían desde el barco que nos esperaba, ya amarrado
al pantalán. Di la vuelta y respeté por fin las señales y boyas rojas,
dejándolas por babor Había quedado por teléfono con los tripulantes de la otra
embarcación, en que me abarloaría, por el costado de babor. Poco a poco me fui
acercando, previendo una virada. La idea era abarloarnos proa con popa y de
esta forma evitar el contacto de las crucetas de los mástiles. Había pedido a
Antonio que preparase los cabos o estachas de amarre en las cornamusas de babor
y pusiera las defensas también a babor.
Abro un pequeño paréntesis para describiros cómo iba
yo pertrechado: llevaba el traje de agua porque había llovido un poco, un forro
polar para el frío, el chaleco salvavidas auto hinchable con botella (BIEN
HASTA AHORA) y el móvil sin funda (QUINTO ERROR) en el bolsillo del traje de
agua que no era estanco (SEXTO ERROR).
A unas cinco esloras, me comenta un tripulante del
otro barco que, dado que hay ya más barcos y que la maniobra de giro es
difícil, debido a la baja mar y a una aguja de roca que empezaba a asomarse, lo
más prudente era abarloarse a estribor. Doy orden a mi tripulación de que
cambien las defensas y, recordando que ni Antonio ni Paquita sabían hacer un
ballestrinque, les grité: “¡A ver si lo podéis poner bien!” (SÉPTIMO ERROR). Mejor
me hubiera quedado con la boca cerrada.
A cuatro esloras de la llegada, con el mar totalmente
en calma y con muy poco viento, se le cayó a Antonio una defensa al agua, antes
de ponerla en el guardamancebo. Yo iba a la caña, en el lado de estribor y, en
un acto de completa autoconfianza, me situé en el borde de la embarcación y
bajé la mano al agua, con la intención de coger la defensa cuando pasara cerca
de mí, pero me agaché demasiado (OCTAVO ERROR) y perdí el equilibrio,
cayendo al agua, quizás también fruto del cansancio.
Por suerte, el agua no estaba muy fría y pude
comprobar que el chaleco funcionaba bien, pues se hinchó inmediatamente. Pero
me encontraba en el agua con el chaleco totalmente inflado y con toda la ropa
puesta, así que todo ello me impedía el movimiento. A partir de ese instante,
todo empieza a ir muy rápido sobre todo en mí cabeza. Me acerqué a la defensa,
pero al tener el chaleco tan inflado, no conseguí alcanzarla, así que me vi
obligado a volver al Westerly. Les dije a todos que estaba bien, me quité el
chaleco y saludé al “público” intentando quitarme la vergüenza; saludo a los
compañeros navegantes formado por los compañeros de la otra tripulación que
estaban siguiendo muy atentamente mis maniobras. De pronto, me doy cuenta de que
la defensa se estaba alejando, así que me volví a lanzar al agua, esta vez sin
el chaleco (NOVENO ERROR), pero con todo: la ropa y playeras puestas (DÉCIMO
ERROR).
Poco a poco, con dificultad, me fui acercando y, al
cabo de un par de metros, empecé a notar que la ropa empezaba a pesar bastante
y me costaba mantenerme a flote y ya no era tan fácil llegar a la defensa, a
pesar de estar solo a 5 metros. En ese momento, se activaron en mi mente todas
las amenazas. Angustiado, empecé a imaginar que iba a ser noticia y que no me
gustaría nada ser famoso de esa forma trágica y a la vez cómica, por una
noticia desgraciada de esas donde el titular es “Patrón se ahoga a 10 metros de
su barco y a 10 m del pantalán en Ribadesella”.
Decidí volver al barco, abandonando la defensa, pero
estaba demasiado alejado. El peso de la ropa, sobre todo del forro polar, me
empujaba hacia el fondo y no tenía nada que flotara a mi alcance. Hice un
sobreesfuerzo y alcancé la defensa, aferrándome a ella, pero no fue suficiente:
mi cabeza ya había entrado en pánico y la ansiedad me hacía respirar muy rápido
(UNDÉCIMO ERROR). Empecé a pedir auxilio muy discretamente porque había muchas
personas mirando (por lo menos siete). Para auxiliarme, Antonio cogió uno de
los cabos de amarre que pesan más y no flotan y me lo lanzó, en vez del
salvavidas con rabiza que estaba junto a él. Pero, al ser muy resistente dicho
cabo y pesar mucho, pues su función es la de aguantar o remolcar un barco, se
hundió. Pensé: “¡Madre mía! ¡A dónde voy con estos tripulantes!”. Para pensar
eso sí me daba la cabeza: es lo que tiene el cerebro. Entonces, le pedí que
diera marcha atrás y se acercara a mí, pero el barco se paró. En un golpe de
lucidez, me acordé de que el Westerly cala sobre 1,7 metros y aún estaba a 4 metros
de mí y que yo medía más de 1,8 metros. Si el barco se ha parado, pensé, será
que la profundidad en esa zona es menor de 1,7 metros. Y di la orden a mis pies
para que tímidamente fueran bajando hasta tocar el fondo. Y sí, toqué el fondo.
Y bien tocado, porque me puse de pie y el agua me llegaba hasta el plexo solar
(vamos, que me llegaba a la altura de las tetillas). ¡Qué ridículo, por Dios!
Me fui andando hasta el barco y pillé el cabo que se
había quedado hundido, suerte que aún no se había enganchado en la hélice
(DUODÉCIMO ERROR: dejar un cabo colgando por popa con la hélice en movimiento y
en marcha atrás). Subí a cubierta y me quité la ropa con el móvil en uno de los
bolsillos. ¡Qué desastre! Retomé el mando de la embarcación y nos abarloamos al
otro barco...
Y ¿qué hacía Paquita? Pues... ¡Imagínatelo! Sacando
fotos con el móvil, cuando yo pensaba que me iba a ahogar.
Fin
Autor: Pedro Santisteban